viernes, 20 de enero de 2012

Helsingborg

(Advertencia: La entrada que vais a leer a continuación la empecé a escribir justo después del pasado 4 de diciembre, que es cuando hicimos una visiteja a esta ciudad)

Hola amigos,

El domingo pasado nos fuimos a visitar Helsingborg, por varias razones:

1 (y principal). Hacía sol.
2. Nos había insistido una amiga argentina que vive allí en ir, para enseñarnos la ciudad y también para que viésemos el marcado navideño, que solo estaba ese fin de semana.
3. No teníamos otra cosa que hacer.

Así que llamamos a Alessio por si se animaba, y allá que nos fuimos los tres, en uno de los nuevos y flamantes trenes de cercanías de Skåne, de un color moradito rico rico. Por cierto, una curiosidad: hace unas semanas vimos que a uno de estos trenes lo habían bautizado con el nombre de un ciudadano ilustre, aunque imaginario, de Skåne: el gran Kurt Wallander. Desafortunadamente, no nos dio tiempo a hacer una foto, pero todo se andará.

Bien, pues recién llegaditos a Helsingborg y sin noticias de Yanina, nos acercamos a la oficina de turismo, donde nos atendió una tía un poco rancia que, a pesar de eso, nos dio la información que queríamos. Así que como no nos íbamos a hacer amigos de ella en ese rato, pues bien. En todo caso pasamos bastante de varias de sus recomendaciones porque, dado que hacía bastante sol, la prioridad número uno se convirtió en visitar el mercado de navidad (Julmarknad). No porque fuésemos a ver mejor nuestras potenciales compras (de hecho, no compramos nada), sino porque el mercado estaba en la parte más alta de la ciudad, y había que aprovechar los cuatro rayejos de sol... a veces pienso que nos estamos volviendo suecos (ya).

Sundstorget. Extraña instalación artística que no entendieron ni los pastores
De camino a Fredriksdal, el parque donde estaba instalado el mercado, encontramos dos curiosidades: un hotel de nombre muuuuy curioso (el dueño no se comió mucho el tarro):

En España se llamaría Hotel Manolo, ¿o eso sería el bar?
Y una amiga, abandonada en una fuente, que allá donde va, triunfa:


Finalmente llegamos al mercado en cuestión, tras una ardua cuesta y un soplo, y no precisamente de aire fresco: 10 euros la entrada. Tras exclamar ¡¡JARRRRLL!! con las puntas de los dedos juntas y un movimiento chiquitistaní (y a pesar de ello lograr una reacción nula por parte de la sueca de la taquilla), procedimos a mover el monedero no sin ello sintiéndonos estafados... aunque mereció la pena totalmente. Lo pasamos como enanos, ya que los puestos tenían desde objetos de madera artesanos hasta quesos de la región, pasando por cerveza de la fábrica local, vino caliente con especias (que entró fantásticamente) y de lo mejor, perritos calientes de carne local y ecológica, estaban brutales y tras pasar dos veces por la cola estuvimos tentados de ir a por un tercero pero nuuuu.

Tienen arte con los perritos, estos suecos
Entre puesto y puesto, disfrutamos de este pedazo de parque que es Fredriksdal, y que en realidad es un museo al aire libre donde hay un pequeño pueblo con casas del siglo XIX (sobre todo), con sus barrios y calles gremiales, y muchas otras construcciones, algunas del siglo XVIII, y en las que hay actores que visten y actúan como cuando vivía gente allí, por esas épocas, y Suecia era un país muy, muy pobre.

Luego dicen que los suecos no salen

Las típicas "granjas con pelo" suecas

No veas cómo hilaba la tía


Entre hilandera y charcutera, llegamos a una habitación de una de las casas-granja en la que nos encontramos a dos tíos que empezaron a tocar una especie de violines de mil cuerdas, como quien se anuda las zapatillas (ya veréis que no se les despeina una ceja). La cancioncita de marras nos hizo retroceder un siglo y además de nos pegó, menudo infierno, todo el día con el soniquete. Dentro vídeo:



Justo al salir nos topamos con la muestra más evidente de que los suecos comen muy sano: donde los yanquis asan "marshmallows", aquí asan manzanas (suecas):

Qué monas ellas

Al salir de Fredriksdal nos fuimos directamente a casa de Yanina, que nos invitó a un café y un bizcocho de chocolate de caerse de espaldas, y de ahí nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad con nuestra guía particular. Al final no vimos mucho, porque ya era tarde, pero lo que vimos nos gustó bastante y decidimos que volveríamos no dentro de mucho tiempo, y veríamos la ciudad de día.

La torre del castillo (donde está encerrada la princesa)

Vista de Helsingborg, a través de uno de los arcos del castillo
Antes de acabar cenando la mejor pizza de Helsingborg (tuvimos que darle la razón a Yanina), y eligiendo cerveza de una carta con más de 200 marcas, en Mogwai, el restaurante de Marco, presenciamos un espectáculo callejero la mar de curioso. Pasábamos junto a una tienda de ropa cuando justo en ese momento empezaron a hacer un desfile (sí, de moda) dentro de la tienda, pero de cara al escaparate y a la calle. Entre las modelos jamonoides (de revolución) (chiste para ingenieros), la ropa (indescriptibles algunas de las prendas) y el maravilloso montaje musical (veréis las suaves transiciones entre tema y tema), no tuvo desperdicio el asunto:


Mira qué contentos, y todavía no habíamos empezado a comer
¡Larga vida al cocinero de Mogwai! Eso sí, casi echamos a perder la pizza en la carrera que tuvimos que darnos para no perder el tren, ¡por poco se la ponemos por corbata al revisor!

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